EL PAISAJISTA DISTÓPICO O LA NATURALEZA DE LAS COSAS. David Lopez Panea

David López Panea

EL PAISAJISTA DISTÓPICO O LA NATURALEZA DE LAS COSAS.

[Este texto, como todos los textos, se enhebra a partir de curiosidades, casualidades y descubrimientos; hechos y actitudes que sólo necesitan tiempo para germinar.]

1er. Movimiento: La imagen.
Una figura vestida de blanco -mono blanco todavía en algunas partes, tornasoladas, verdes y terrosas, en otras muchas- asciende trabajosamente por la falda de una colina. Sostiene un tubo grande entre las manos, botas de alta suela, mochila roja a la espalda. Abajo, cada vez más abajo, va quedando un pueblo de casas iguales, apretadas, protegidas por la compañía de la soledad y de un sol abrumador. El hombre continúa con su caminata por la escarpada ladera. La tierra, pedregosa y seca, queda salpicada por una vegetación rala que más arriba se reduce a breves manchas.
Podríamos pensar que el personaje en cuestión es artista y que la cima es su objetivo. Nada más lejos de la verdad. La minúscula meseta en la cúspide es sólo un punto de partida, un otero desde el cual, el investigador de realidades, se enfrenta a su verdadero contrincante.

2º Movimiento: Antecedentes.
Hace un par de años o tres quedamos sorprendidos por la revolución que comenzaba a ponerse en marcha en la pintura de David López Panea. Nos preguntamos el por qué de ese viraje absoluto hacia el paisaje, género tan olvidado, cuando no denostado y vilipendiado, por los modos contemporáneos, reducida su relación al campo de la denuncia y la consecuencia de la acción humana(1). Aquellas obras eran retazos de valles y montañas, unidos por la belleza se escondían en la soberana quietud de su carácter único, prístino. La monumentalidad de los cantiles, de los farallones y laderas residía en la soberbia de saberse nunca hollados, jamás tomados. Se presentaban así como una tierra sin pasado, sin memoria por tanto, tierra abierta a ser inseminada. Espacio lejano y mítico dispuesto a ser conquistado, dispuesto a no dejarse conquistar por parte de una raza de hombres como aquellos que refería Lucrecio, aquellos que “cada día forzaban a las selvas a subir más hacia el monte y dejar espacio abajo para terrenos de cultivo, con el fin de tener prados, lagos, arroyos, mieses y fértiles viñedos por colinas y llanuras…”(2). “Tierra de gigantes”, le sugerí en su estudio como título para nominar aquel conjunto de lienzos, conjunto que en forma de exhibición, finalmente, recibieron el título de “Mística”.

Ahora, al repasar el índice de imágenes que el encuentro del artista con el Cabo de Gata ha deparado, me topo con una fotografía reveladora. Tomada desde un punto de visión bajo, el artista se alza frente/sobre el lienzo anclado en el suelo -unas piedras apenas lo fijan-; detrás una hilera de montañas altísimas -tan lejos, tan cercanas y nítidas- quedan por debajo de la línea de cintura del gigante-creador, dispuesto también como sus ancestros mitológicos “a apilar montañas hasta las altas estrellas”(3)  e infundir miedo a los pusilánimes y mundanos dioses que hoy ocupan los tronos olímpicos. Al fin y al cabo, no anduvimos desencaminados hace años.

3er. Movimiento: Consecuencias.
Curiosamente, el artista es plenamente consciente, mientras procede a la operación analítica, de esta descompensación dimensional. Sobre uno de sus dibujos incluye unos significantes pensamientos. “Es mi cuerpo el que se proyecta ante el lienzo –descubre- (…) y es de alguna manera, la montaña, una prolongación de mí mismo.” Ante el inmenso vacío que desalojan estos paisajes inasibles, el hombre, en vez de desvincularse, anularse, esconderse, procede mediante una treta paradójica para no quedar ahogado ante ellos: mensura e identifica lo desconocido mediante los parámetros de su propio cuerpo. En el artículo “La memoria y la luz”, localizado en el paisaje humano y de la memoria de la Isleta del Moro, el poeta José Ángel Valente reafirma este proceso de autoidentificación: “…encontramos en esta tierra un espacio real donde la naturaleza parece reconocerse a sí misma y donde el hombre puede, a su vez, reconocerse en ella.”(4) La acción artística emprendida por López Panea se transforma así, a un tiempo, en experiencia estética y en revelación cognitiva.  

4º Movimiento: Estrategias y verdades.
Podríamos quedarnos, simplemente, con una figuración de honda raíz clásica y de sesgo conocido. Podríamos quedarnos ahí: tan sólo en la epidermis de la forma y en la manera de representarla. La crítica artística contemporánea ha caído en innumerables ocasiones en estos exámenes tan pobres, basados en prejuicios acuñados durante las vanguardias y desempolvados en la posmodernidad. Unas anatematizaciones tan ligeras jamás las permitiríamos en manifestaciones que no fuesen las pictóricas. La consabida y eternamente moribunda pintura ha servido fielmente de saco de entrenamiento para aspirantes descarados, fajadores, pero con poca cintura y menos técnica. Si, como indica Kuspit(5) , el arte, al haber perdido por el camino su valor estético, ha entrado en una fase que denomina de modo clarividente como “postarte”, es posible que también estemos detectando una corriente que trate de reaccionar, sin ser reaccionaria, que trate de invertir términos, sin ser invertida, en favor de una reconquista de los valores estéticos. Pudiera ser.

Es en este punto donde vamos a incluir un nuevo término, un nuevo concepto a la hora de evaluar los comportamientos de López Panea con su entorno real y la posterior conversión de estos encuentros en valores artísticos: la distopía, el lugar anómalo. Sentimos fascinación por ese lugar contrario a nuestros principios y a nuestros cánones de reconocimiento, paisaje que no se deja atrapar bajo los límites del paisaje. Este espacio anómalo no encuentra su cualidad definitoria en la artificiosidad, bien al contrario, su rareza radica en su salvaje y prístina pureza, tan alejada de los parámetros de dominio y medida a los que el hombre ha tratado de reducir la naturaleza, sometiéndola en su beneficio desde antiguo. 
Recuerdo una frase del artista al referirse a la visión obtenida desde la cima: “Allí [arriba] siempre están pasando cosas”. Tal vez todas “las cosas que podemos contemplar ocultan a menudo sus movimientos”, como intuía el clásico(6). Tal vez sólo debamos encontrar la distancia idónea para hacerlos perceptibles.

La efímera condición del cambio constante se convierte en invariante de un “lugar” que ya no puede ser considerado tal. Uno de los valores de la labor crítica para con el paisaje consiste en aplicar consciencias de infinitud e imposibilidad. No tenemos ninguna posibilidad de plasmar lo que está en continuo cambio. Con cada sutil variación de estado se genera una realidad nueva, distinta, otra. Es entonces cuando las certezas y los paradigmas quiebran ya que nos enfrentamos a un absoluto no ya mutable, sino simplemente inexistente. Es por ello por lo debemos evaluar sus obras desde su doble condición de orden: individual y seriada.

En el debate y la reacción contra las posturas “postestéticas” y el “postarte”(/) , verdadera dictadura académica, el paisajista distópico alcanza su plenitud como alternativa y superación de la posmodernidad.  Y lo hace aceptando su condición subsidiaria ante una realidad carismática, tomando partido por una labor más mágica que populista, por la excepcionalidad frente a la cotidianidad, por la dialéctica frente a la propaganda política, por la respuesta analítica frente a la contestación azarosa y original, considerando su labor mediante premisas más laborales que geniales, más inmanentes que banales, más trascendentes que placenteras. Ante la consideración de la forma únicamente como andamio para el asunto, para una argumentación politizada, Panea –como otros verdaderos artistas anti-sistema- propone la forma como conformación del asunto, para lo cual se libera de los complejos que hasta ahora han coartado y exiliado a la belleza del vocabulario del artista desde mediados del siglo XX(8).   

 

Iván de la Torre Amerighi.

(1) Ver: PÉREZ, H. J.: La Naturaleza en el arte posmoderno. Madrid, Akal, 2004.
(2) LUCRECIO: De rerum natura. [Libro V, 1370-1373]. Alianza, Madrid, 2003. (p. 277)
(3) OVIDIO: Metamorfosis. [Libro I, 153]. Madrid, Alianza, 2001. (p. 72).
(4) VALENTE, J. A.: El elogio del calígrafo. Barcelona, Círculo, 2002. (p.19)
(5) Ver: KUSPIT, D.: El Fin del Arte. Madrid, Akal, 2006.
(6) LUCRECIO: Op. Cit. (p.114)
(7) KUSPIT, D.: Op. Cit. (p.39)
(8) Ibidem, pp. 34-38.

 

Deja una respuesta