RETABLOS DE LA CULTURA URBANA. J.B. Díaz Urmeneta.

«Nadie me puede robar el cuadro del grito de Munch porque lo tengo en mi cabeza». 2004

Hay una cultura urbana y juvenil a la que cada generación añade su experiencia, sus preocupaciones y sus ideas. Su característica más decisiva es su autonomía: esta cultura quiere tener su propia impronta y lucha no tanto por diferenciarse de la cultura oficial –o de la que mantienen las sedicentes personas maduras– cuanto por abrir sus propias vías y crear sus propias imágenes.
El fenómeno no es nuevo. Probablemente nació en los años sesenta: el cine y la literatura levantaron acta de una generación más atenta a su presente que a lo que pudiera ser cuando fuera mayor. A aquella juventud urbana se la presentó a veces como particularmente rebelde y a tal aura solía oponérsele la oleada comercial y publicitaria que, nacida en las mismas fechas, convirtió a los jóvenes en consumidores privilegiados. Pero no voy a hablar ahora ni de presuntos rebeldes sin causa ni del consumismo teen-ager. Sólo quiero hacer notar que la aparición de esta juventud independiente es simultánea al arte pop. Éste fue, sobre todo, una extensa reflexión sobre la imagen de masas y sobre su capacidad para elevar a referencias culturales a los héroes del hit-parade y el star-system, a la vez que convertía en imágenes de consumo a las figuras de la tradición artística.
Este nacimiento simultáneo de la imagen pop y de la autonomía de la cultura juvenil urbana da que pensar. Desde entonces, la imagen de masas y la de la cultura juvenil urbana se enriquecen mutuamente y de esa interacción brota una poética que tiene particular presencia en la pintura. Las obras de Neo Rauch (Leipzig, 1960) o de Matthias Weischer (Elie, 1973) son un buena muestra de ello. Recursos formales como la amalgama de imágenes heterogéneas, que recuerdan al cine o al cómic, y referencias objetuales (máquina tragaperras, maniquíes, etc.) forman parte de esta poética por derecho propio.
En el pop inicial, estas imágenes y objetos eran presentados como fetiches. Los autores más recientes los tratan con una interesante mezcla de fantasía y distanciamiento. Se advierte que forman parte de su propia vida, que en ellos han depositado cierta inversión afectiva y que por eso mismo los convierten en símbolos, pero al mismo tiempo se distancian de ellos con ironía: los relativizan y los acusan de vulgaridad. En esa ambivalencia crece precisamente su poética.
Los trabajos de Ramón David Morales (Sevilla, 1977) entran de lleno en este modo de entender el arte. El monitor de la computadora, el coche o la mochila son, más que objetos, lugares de habitación. El patín, cuya plataforma encierra una autovía, se convierte en sinécdoque de una vida abierta a la comunicación: no es la del vagabundo romántico sino la de quien sabe que es preciso atender a las más diversas llamadas. En realidad cada uno de estos objetos es una fuente de metáforas visuales que Morales desarrolla en sucesivas imágenes. Más que componer una serie, las imágenes forman una constelación que hay que recorrer, como en los antiguos retablos, en múltiples direcciones.
Formalmente las obras de Morales pueden resultar demasiado sencillas y recordar incluso al exvoto popular. Si se observa con atención alguna de sus obras, Memoria Ram-on white cube, por ejemplo, se advertirá que hay en ella trabajo y saber pictóricos. Pero el autor opta, en la mayor parte de las obras, por una forma escueta, sencilla, elemental. Es su forma de entender el distanciamiento: el tono frío con que Morales imposta sus breves poemas que, como los antiguos exvotos, nos hablan de los gozos y las sombras de esa difícil cultura urbana de hoy.

J.B. Díaz Urmeneta.

 galería DF Arte Contemporánea de Santiago de Compostela. Ramón David Morales: "La casa de la cascada", hasta el 17 de marzo.

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